Aprender a reducir lo que tenemos que decir a 140 caracteres. Medir los recuerdos en fotos. Disfrutar de las cosas cuando las posteamos en Facebook. La tecnología se ha introducido en nuestras vidas lenta, pero inexorablemente, poco a poco, hasta que un día nos dimos cuenta de que padecemos Smarphondependencia.

Muchas veces parece que no seríamos nadie sin Whatsapp, o que nos perderíamos sin Google Maps, o que ir por la vida sin cascos es deprimente. Hasta que un día (Ohhhhhhh) deja de furular ese maravilloso aparatito frente a cuya pantalla pasamos horas. Y, de estar mirando hacia abajo, descubres con un pequeño esfuerzo que puedes estirar el cuello hacia arriba. Y esos sonidos de la calle, el barullo, la muchacha de la flauta, el guiri de la guitarra y algún que otro malabarista. Sales de tu burbuja, te das cuenta de que todavía queda gente con la que se puede echar un rato de cháchara porque sí y que puedes tomarte un café sin estar pendiente de alguien a kilómetros de distancia.

Evidentemente, la tecnología nos ha hecho avanzar muchísimo, permite mantener antiguas amistades, no perder el contacto con gente que está lejos y entretenerte un rato mientras viajas solo en el bus. Pero hay que tener cuidado, marcar el límite y no dejar que nos coman. Tener siempre en cuenta que acercan a los que están lejos, pero también alejan a los que están cerca. Es genial tener un arma de comunicación e información como es Internet, pero también es importante saber apagarlo, desconectar y disfrutar de lo maravillosa que es la vida más allá de una pantalla.
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