viernes, 20 de abril de 2012

Salvar la monarquía del Monarca.


He visto al rey de cerca en dos ocasiones en los últimos cuatro meses: en los actos de celebración de la Constitución de Cádiz y en la apertura solemne de las Cortes. No hacía falta ser muy avispada para percibir la torpeza de sus movimientos, su lentitud física. Fue un comentario generalizado.  También veo el país de cerca todos los días. Y lo veo poco más o menos como todo el mundo: asfixiado, desorientado, maltrecho.
Ni el Rey está para Safaris, ni el país está para tener a su monarca cazando elefantes.
Resulta obvio. La gran incógnita es por qué nadie de su entorno le impidió hacer este viaje. El sentimiento de desaprobación que ha recorrido el país se debe a la atroz insensibilidad que ha quedado al descubierto. Se puede añadir la hipocresía, la falta de transparencia, la descomposición familiar… Hay agravantes, pero lo más hiriente ha resultado ser la inesperada insensibilidad. El estupor ha sido tal que los dos grandes partidos han quedado demudados.
En el fondo, se trata de un buen síntoma. Significa que aún le creíamos cuando relataba su vigilia sobre los parados o pedía ejemplaridad para los cargos públicos. Como lo que no te mata te hace más fuerte, el accidente puede servir para reforzar la institución. No es posible justificar conductas como ésta con la vieja cantilena de que el Rey prestó servicios impagables al país en la Transición. Ya están amortizados, ya figuran en los libros de historia. Y más importante aún: si sólo se puede reivindicar aquello, se está dando la razón a quienes creen que la monarquía ya ha cumplido su función. Cuando una institución se justifica por su pasado, y no por su presente, se admite su inutilidad. Se está invitando a su liquidación directa.
Y sin embargo, no creo que sea el caso de la monarquía. Por principio, no me suscita simpatía una institución basada en un privilegio antidemocrático derivado del nacimiento. Pero creo que en un país como España, con su inclinación congénita a la división y más deseosa de reyertas que de debates, una monarquía moderna aporta estabilidad. Me refiero a una modernidad que no constituya un adorno, sino una convicción que la informe de arriba abajo: transparente en grado sumo, no sólo respecto a los dineros, sino a todas las actividades que desempeña. La inmunidad periodística de que ha gozado el Rey muchos años ha tocado a su fin. Urge adaptarse al principio de que lo que no se puede contar no se puede hacer. También habría de reducirse la Casa drásticamente, mediante reformas legales que establecieran claramente la autosuficiencia económica de las infantas, sus hijos, maridos y ex maridos, así como regular posibles conflictos de intereses.
Para todo ello no sólo hace falta una acción decidida del Gobierno, sino también del propio Rey. No es fácil reparar en que uno ha dejado de ser imprescindible. Un síntoma claro lo constituyen las noticias que nos da últimamente: sus cuitas amorosas, la descomposición familiar, la corrupción, los safaris. No aporta estabilidad sino que contribuye a la inestabilidad. Como los buenos traductores, un Rey es mejor cuando menos se habla de su trabajo. Hasta ahora, la permanencia de la institución pasaba por el Rey. Empieza a cundir la impresión de que hay que salvar a la monarquía del monarca. La petición de disculpas al país sería el broche de oro perfecto para un gran reinado.

Irene Lozano

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