¿Dónde quedaron esas tardes de verano jugando al pilla-pilla o al escondite? ¿Dónde están esos tazos o juegos de cartas? ¿Y los cromos, combas y muñecas? Sinceramente, me apena ver a un grupo de niños de menos de medio metro enganchados a una videoconsola sin hablar entre ellos ni levantar la vista de la pantalla. ¿Es esto lo que les depara el futuro a las próximas generaciones? No saber lo que es mancharse de barro, caerse persiguiendo o siendo perseguido, jugar a mamás y papás o la emoción que nos recorre cuando tocan dos tazos en la misma bolsa.
Muchas veces el problema no está en los niños, sino en los propios padres, que ya desde bebés los ponen delante de la tele para que se callen, sin pensar en toda la serie de problemas que pueden derivarse de una acción tan simple como esa, desde hiperactividad hasta dificultades en el aprendizaje. Confiamos demasiado en la tecnología, usándola como sustituta de cosas que no se pueden sustituir, nos equivocamos creyendo que es capaz de desarrollar cualquier función, o quizás sólo nos preocupa tener una vida aún más cómoda sin tener en cuenta todos los efectos secundarios de esta. Y es que no hay que perder de vista que mediante la tecnología la sociedad nos manda muchísima información, muchas veces subliminal, que la mente inmadura de un niño capta inconscientemente repercutiendo en su comportamiento, convirtiéndolos en simples cerebros llenos de contenido vacío absortos en unas máquinas que muchas veces lo único que hacen es volvernos más tontos y agresivos.